viernes, 29 de junio de 2007

Andalucía, 1936: cuando llegaron esta gente...

Esta es la pequeña historia de un pueblo donde la República no mató a nadie, pero en el que luego “llegaron esta gente”. A su paso dejaron un hilo de muerte y horror incalculable. Han pasado más de setenta años y todavía hay miedo, miedo incluso en rendir el debido homenaje a las víctimas.

Años más tarde, como una prolongación inevitable, llegaban las historias de la guerra, el mismo infierno con sus monstruos y las voces de los inocentes que pedían clemencia. Aquellas voces todavía les sonaban como si hubiera sido ayer. Normalmente, se resistían a entrar en unas evocaciones que los «ponían malos». Pero una vez pasadas las llamadas a la prudencia, no podían evitarlo. Entonces, aparecía un tiempo que fue como un paréntesis en sus vidas. Era el tiempo de la República.

Los abuelos explicaban la República y la Guerra Civil como si hubiera nevado en agosto. Él tenía en muy alta consideración la época del general Primo de Rivera. «Entonces, hasta los más pobres tenían 20 duros en el bolsillo». Contaban que los políticos lo habían matado, poniéndole veneno en el café, como en los tebeos. Si el abuelo era claramente tradicionalista, aunque un poco descreído, la abuela era una mujer que Fray Luis de León habría podido tomar como modelo para La perfecta casada. Insistía, con fervor, que las mujeres no debían andar fuera de su casa e interpretaba el caos de huelgas y manifestaciones que llevaron al desastre como una responsabilidad clara de las mujeres que, en vez de contener a sus hombres, se pusieron también a levantar el puño y a gritar por la calle. «¡Cuando se había visto algo así!».

Siendo este sentimiento conservador bastante integral, ellos diferenciaban entre «todo aquello» y la gente que conocían. Gente que nunca habían hecho daño a nadie y que, al fin y al cabo, no eran más que unos ilusos. La abuela lo sintetizaba todo con la frase que su tío Paquito les repetía: «¿Cuándo os vais a enterar de que la vida es como es?, !que dos pobres son dos mierdas y ya está!». El caso es que, de alguna manera, tenían buenas palabras por las preocupaciones del Ayuntamiento por los pobres. Por la dignidad del trabajo, porque era muy triste que, después de tanto trabajar, la pobre gente no tuviera ni para comer. «¡Que se lo pregunten a tu madre!».

También reconocían que cuando los rojos tomaron el pueblo, allí no pasó nada de particular. Cogieron al cura, don Íñigo —al que ni la abuela tan de Iglesia le tenía simpatía—, y a cuatro concejales de la CEDA, y los encerraron, y ya está. Luego, vinieron los de la FAI con un camión de Arahal. Entonces, trataron de quemar la iglesia y el convento, que no ardieron, porque los del pueblo lo evitaron. Quemaron los títulos de propiedad y la cárcel, pero no hubo que lamentar ninguna desgracia. Decían que el cura se salvó enterrando la cabeza en la letrina, un ejercicio que, teniendo la nuestra en mente, me producía un verdadero espanto.

Cuando “éstos” (“¿estos?. Sí hombre, los que tú ya sabes”) entraron, algunos rojos fueron listos y huyeron, pero otros se quedaron, porque creían que no tenían nada que temer. ¡Infelices! Lo que vino después no tenía nombre. Sus testimonios no pudieron ser directos, porque ellos, durante mucho tiempo, permanecieron en casa. Pero aún sin quererlo, oían como desfilaban camiones y más camiones cargados de infelices, que clamaban con gritos espantosos que todavía parecían escuchar. Los llevaban camino del cementerio; así, durante días y días. Armados hasta los dientes, los sicarios amontonaban a los “rojos” en las tapias del cementerio y allí los mataban como si fueran perros, así una y otra vez durante unos días que fueron interminables.

Después, los tapaban echándoles encima cal viva para que no hubiera ninguna epidemia. No tuvieron perdón con nadie. A las mujeres, por el simple hecho de haber levantado el puño o votado a las izquierdas, las pelaron, les dieron aceite de ricino —con lo malo que es—, y las pasearon por las calles con letreros colgados. «¡Y todavía había gente que miraba!», decía la abuela. «Es que obligaban, mujer», añadía el abuelo. «Sí, sí», pero ella jamás habría mirado, le contestaba.«Estas cosas no se pueden hacer con nadie. Con nadie; y menos, con unos desgraciaítos», decían.

Cierto es que se hacían eco de que «los rojos también hicieron, igualmente, de las suyas», que en tal sitio «les arrancaron los pechos a las monjas o que fusilaron a los curas, pero aquí fueron estos». Y cuando hablaban de los «rojos», de sus asesinos, daban nombres, identificaban personas, familias, hijos, sobrinos, amigos. Gente que yo veía todos los días y, que en muchos casos, trataba. Y es que aquella guerra no era como la de las películas o la de los tebeos, era «la nuestra». La de «unos y los otros». Pero ellos no estaban ni con unos ni con otros.

Después de abandonar la casa grande y de permanecer durante años en una calle céntrica, los abuelos se trasladaron casi a las afueras. A la calle del Arquillo, que debía su nombre a un antiguo arco, donde ocupaban un rincón entre las familias muy humildes e, incluso, miserables. Al otro lado, casi puerta por puerta, teníamos a Manolo Gallardo, un cordelero que figura en las historias del flamenco, aunque, entonces, en el vecindario se le consideraba un muerto de hambre. Tenía muy malas pulgas, aunque un vozarrón que no estaba en absoluto en proporción con su cuerpo, pequeño y enjuto. En la puerta de la derecha, teníamos una familia numerosa con todas las características lumpen. Malvivían bajo un techo en el que las goteras eran auténticos chorros. Eran tan mal hablados, que los niños decían antes hijoputa que umá o upá. Cuando se engrescaban entre ellos, algo que podía ocurrir cada día, los castos oídos de la abuela temblaban, porque los clavos de Cristo se clavaban donde no se puede decir. De algunos de sus hombres no se sabía nada desde la guerra; algo parecido le ocurría a otra familia en la acera de enfrente, cargada de hijos y de problemas, y cuyo patriarca era muy dado a escuchar la Pirenaica.

A la izquierda, habitaba una anciana enlutada con su hijo, que no hablaban casi nunca. En un momento dado, a la tía le dio por quemar, a fuego lento, todas las gomas posibles. De tal manera que por nuestro patio —¡tan rebosante de flores!— se nos colaba un humo asfixiante que podía amargar la vida a cualquiera, pero más que a nadie al abuelo Andrés, que, en los últimos años de su vida, se las tuvo que ver con un cáncer de garganta y con una bronquitis que le impedían respirar. Todos los gritos y amenazas fueron vanos. Subidos a una silla, mis tíos la increpaban, o, incluso alguna vez, apagaron con un cubo de agua la fogata, a pesar de que la abuela se oponía. La tía persistió sordamente, sin decir media palabra, hasta que un día, en un arranque de ira inusual, la abuela María se puso su toca y se plantó en su casa para hablar con ella; eso sí, llorando. No sé qué hablaron, pero el caso es que desde entonces casi se hicieron amigas o, al menos, se saludaban. Entre las cosas que contó la abuela, se incluía el dato de que el marido «de la pobre mujer» estaba entre los fugados del 36. Hecho del que culpaba injustamente al abuelo, por considerarnos gente del régimen o algo así.

Una puerta más allá del cantaor cordelero, se encontraba la casita de la Jimenita, una anciana que ejercía la mendicidad y que, al decir del abuelo, el nombre le venía Gimena, que era un nombre muy antiguo. También ella había perdido a su marido y nadie sabía si estaba vivo o muerto. Pero los lamentos que se escuchaban en sus trances depresivos o alcohólicos, y que atravesaban la calle —había que esforzarse para no oírlos—, se referían a sus dos hijos presos de por vida en el penal de Burgos, donde decía papá —que estuvo por allá con el ejército—, hacía más frío que en Rusia. Los abuelos recordaban a los dos muchachos como serios, trabajadores y formales. Uno de ellos estaba casado y tenía dos criaturas. Su mujer andaba sirviendo en Sevilla, mientras que los niños estaban en un hospicio. El encarcelamiento no databa de la guerra, sino de después, y todas las versiones apuntaban a una oscura delación. Ésta habría sido cometida, según Lopita, «por ese criminal de ahí, ahí, ahí». Ahí, frente por frente, vivía el personaje, Leandro, que estaba casado con María Asunción, una sobrina del abuelo. La prima se lamentaba de que nadie en la familia saludaba a su marido. Y cuando se hablaba de los verdugos que mataron a tanta gente, respondía que a ella no le habían matado a nadie.

Entonces, los abuelos se ponían rojos de ira y abandonaban la conversación. Yo también, al escuchar a Jimenita, odié tempranamente al pariente que nadie saludaba. Aunque justo es decir que uno de sus hijos, Mariano, puede contarse entre mis mejores amigos. Claro que, cuando hacía una trastada, no era raro que se le recordara quién era su padre.

Este hecho —la diferencia entre los canallas y sus hijos— fue un dilema moral que se planteó dolorosamente en el pueblo alrededor del mayor sicario de Queipo de Llano —al que llamaremos, simplemente, Sicario—. La misma familia tenía divididas las opiniones, motivando enconadas discusiones. Mamá insistía en que ellos, pobrecitos, tan trabajadores y tan sencillos, no podían ser responsables de las fechorías del padre. La suya era una opinión que tenía su punto débil en el hecho de que la señora de Sicario era su prima. Los más reacios a reconocerlos decían que el monstruo también comía del pan de sus hijos y que éstos, del de su padre. «Un pan manchado en sangre», comentaban.

Personalmente, la sola presunción de que mi padre hubiera participado me creaba un incipiente malestar. Sin embargo, no tardé en descubrir que, de alguna manera, a él, como tantos otros de los jóvenes que ahora contaban sus historias de una manera muy próxima a Alberto Sordi, y que «les tocó la guerra con éstos», no tenían un pelo de vencedores. A papá le estalló el 18 de julio, precisamente cuando iba a ingresar inocentemente en las Juventudes Comunistas. No tuvo más remedio que servir a Franco, pero jura que nunca apuntó contra nadie. En una ocasión, le incluyeron en un pelotón de fusilamiento y se negó a disparar. «Haz como si tiras», le dijeron sus compañeros. Pero ni así. Entonces, lo metieron en un calabozo, donde permaneció pendiente de un juicio de guerra. Pero gracias al abuelo, a sus antecedentes y al dato definitorio de que eran tres hermanos en el ejército, le conmutaron el castigo y salió del calabozo con una advertencia: «Si hay una próxima vez, no será lo mismo».

Según parece, la infancia es como un molde de todas las cosas y cuando empleas el concepto madre, siempre tienes presente a la tuya. Lo mismo que cuando dices árboles y debes pensar en los árboles, distingues los que de pequeño llegaron a constituirse como los más familiares en tu memoria. Esto es lo que me ocurre a mí con conceptos como fascista, golpista, genocida, etcétera. Mi imagen del horror contra los débiles, encarnado a través de personajes como Franco, Kissinger, Karadzic, Nixon, Pinochet y tutti quanti, no puede evitar el recuerdo de alguien que vamos a llamar amablemente Sicario. Un tipo mal encarado, profundamente desconfiado, que había hecho todo aquello seguramente por miedo, para tapar posiblemente otras cosas, pero que también esperaba una recompensa, en su caso un cargo. Recordemos que el gran genocida llamado Queipo de Llano todavía tiene un lugar de honor en la Iglesia de la Macarena de Sevilla.

Sicario fue el principal y más encarnizado protagonista de aquella orgía represiva que llegó desde Sevilla. Siguiendo el mandato de un general, al que el pueblo le había dedicado el nombre de una de sus calles mayores. Luego, mientras otros trataron de pasar desapercibidos, Sicario acabó instalándose como responsable de la guardia municipal. Paseando cada día su odiosa jeta entre los familiares de sus víctimas y los testigos de su inaudita crueldad. Su presencia helaba la sangre y, cuando pasaba por una calle o entraba en una establecimiento, mucha gente hacían lo posible «por no verlo». Que yo recuerde, siempre sentí un olor pútrido de su presencia. Era muy niño y lo rehuía.

Mis abuelos no entendían cómo Sicario podía dormir tan tranquilo. Pero lo cierto es que nunca manifestó el menor problema de conciencia, antes el contrario. Desafiando el intenso clima de hostilidad que le rodeó, no dudó en dejar claro —siempre que tuvo ocasión— que, si las cosas volvían a plantearse, haría exactamente lo mismo. Y nadie se atrevió nunca a tocarlo. En los largos años de pax franquista, Sicario volvió a dar claras muestras de su vocación natural. Lo recuerdo organizando redadas contra los que todos llamábamos maricas que venían a alborotar durante la Feria. Los agrupaba, los pelaba y los ofrecía como espectáculo, paseándolos por el pueblo.

También recuerdo que hizo lo propio con una pareja de infelices adúlteros —nada más lejano a la imagen romántica del cine— que había sido denunciada por sus respectivos cónyuges. Y no me consta que nadie le dijera nada. Como nadie lo hizo en un caso estremecedor ocurrido durante la época ferial, justo el año antes de nuestro salto familiar a Barcelona.

Como era habitual en estas fechas, entre el gran número de visitantes, se contaban los gitanos, amantes tradicionales de los tratos de ganado. Entre ellos, como un singular añadido, se hizo notar aquel año una joven gitana, guapa y deslenguada, que siempre llevaba un churumbel en brazos, mientras pedía limosna o se ofrecía a leer el destino escrito en las manos. Se contó luego que Sicario quiso que le hiciera un favor y que ella no sólo se negó, también lo trató con desprecio: «Que te lo haga tu puta madre», le contestó, según testigos que se discutían entre sí.

El caso fue que una mañana, Sicario se personó junto a la gitana y le dio unas horas para que abandonara el pueblo. Ella le volvió a responder en el mismo estilo. Seguramente, se sentía protegida por los suyos, sin reparar que, en su condición de madre soltera, le enajenaba dicha protección. Cuando llegó la hora, Sicario, acompañado por los otros municipales de su condición, se plantaron con sus porras delante de la gitana y la obligaron, a golpes, a caminar. Ella se resistió con todo su empecinamiento, al tiempo que trataba de proteger al churumbel. Éste berreaba con todas sus fuerzas, añadiendo al drama un aire todavía más trágico. En un trayecto, que comprendió, aproximadamente, la mitad del perímetro del pueblo, la escena, a golpes y empujones, fue erizando los cabellos a los presentes. La noticia corrió como la pólvora y, pronto, aquel camino de calvario se llenó de niños y de curiosos.

La gitana se caía, se levantaba, maldecía y el niño no paraba de llorar. Su ropa negra aparecía claramente empolvada. En el momento de mi irrupción en el escenario del horror, la recuerdo sucia, despeinada, llorosa, ranqueando, descalza, afanándose por proteger a la criatura. A pesar de la presencia de la gente, Sicario persistió, impávido, en su propósito. Simultáneamente, sus colegas trataban de que la gente circulara. «No pasa nada. Circulen, circulen», repetían.

Una vez en las afueras, la gitana ya no maldecía. Lloraba y temblaba mientras caminaba vacilante. Al final, se perdió por la carretera y nadie se preocupó de su suerte en aquella tierra de santos y procesiones. Ni una sola voz se alzó. Quizás, se hiciese de puerta adentro. Como la abuela María, que comenzó a gritar: «¡Asesino! ¡Asesino! ¡Tratar así a una criatura de Dios! !Criminal, más que criminal!».

No obstante, Sicario tuvo algunos problemas con su actitud. En casa, sabíamos de uno gordo causado por el tito Paco, que «no sabía beber». Hombre apocado —al que cualquiera, empezando por su propia señora podía amilanar—, hipocondríaco —se lamentaba como «un cochino herido» por cualquier constipado—, funcionario pusilánime gracias al abuelo Andrés, y extrañamente honrado en aquella cueva de ladrones cuyo jefe aparecía en la primera línea de los lujos del pueblo al lado del párroco, el tito Paco sufría una singular transformación con la bebida. Se convertía en alguien intratable. En esta situación se encontraba cuando una madrugada, Sicario lo encontró meando en un rincón de la casa consistorial. Como le tocaba, le llamó la atención educadamente.

Sin embargo, como respuesta, el tito Paco comenzó a gritarle, tratándole de criminal para arriba. Tuvo que ser de nuevo el abuelo el que le sacara las castañas del fuego. Entonces, Sicario se tragó su prepotencia. Seguramente, porque tampoco gustaba a las autoridades y no era cuestión de castigar a un borracho que, al día siguiente, ni se acordaba de lo que había dicho. Conscientemente, sólo hubo un hombre, Antonio Segura, un comunista de verdad que se atrevió a plantarle cara. También formaba parte de la familia, justamente estaba casado con otra sobrina del abuelo. Militante de las Juventudes Socialistas, en 1936 lo dieron por muerto en la tapia del cementerio, aunque sólo estaba herido. Pudo escapar hasta la zona republicana donde combatió con el ejército del pueblo. Allá, a finales de los años cuarenta, reapareció silenciosamente. Rehizo su vida en silencio, trabajando duramente. Sin embargo, en la segunda mitad de los años cincuenta, retomó las relaciones con el PCE y se mostraba cada vez más atrevido.

Un día, Sicario entró en una bar donde se encontraba Segura. Se plantó a un palmo de su jeta para decirle: «Donde yo esté, ¡que no se te ocurra entrar, zo criminal!». Durante un minuto interminable, se hizo un silencio que cortó las respiraciones. Sicario dio media vuelta y abandonó el local maldiciendo entre dientes. Desde entonces, nunca más volvió a tropezar con mi pariente. Aquel día algunos tuvieron que regresar a su casa precipitadamente con problemas de contención. Y el dueño pidió al pariente que, por Dios, no le creara más problemas.

Jugando o sentado en un rincón, yo veía o sentía comentar estas historias con aparente indiferencia. Pero es evidente que las registraba y las mantuve tan vivas que, pasado el tiempo, he podido comprobar que mi memoria infantil era más fresca que la de algunos protagonistas del momento. Tanto era así que años más tarde, aunque a mí no me quedaba en la memoria ninguna relación o parentesco, pude percibir que lo había. Habíamos yo regresado al pueblo dos años más tarde de mi marcha en julio de 1960, y en un momento dado, en medio de una amplia reunión de comadres que clamaban lo alto que me había hecho, apareció una señora que al decir de mamá era prima segunda suya. Cuando la señora se avanzó hacia mí para abrazarme, me eché para atrás como si se tratara de una apestada. Nadie pareció entender lo que me sucedía, y menos que nadie mamá que repetía que yo “no era así”. De alguna manera, algún recuerdo me decía que se trataba de la señora de Sicario, y todos lso argumentos sobre que ella no había hecho nada por sí misma no me servían.

Por aquel entonces, con 16 años, ya me urdía intensamente la preocupación de que papa y algunos tíos habían hecho la guerra “con esta gente”, una malestar que solamente se disipó cuando pude entender que fueron cualquier cosa menos voluntarios, y que como soldados, su principal preocupación fue no hacer daño a nadie. A los que estaban en las otras trincheras, conscientes deque podían ser el hijo de una vecina, y que a ellos no le habían hecho el menor daño. Se lo hicieron “esta gente” porque el pánico nunca se les fue. Papá acaba de afiliarse a las juventudes socialistas una semana antes de que la mayoría de sus componentes fueran “paseados”.

Todavía, ya a finales de los noventa, cuando el hombre leyó mi libro Memorias de un bolchevique andaluz, sufrió un acceso de miedo. Estaba creído que sí se enteraban de todo lo que yo haía escrito, “esta gente” vendría por mí.


25.Junio.07 x Pepe Gutiérrez-Álvarez (Kaos en la Red)

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